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Un pequeño milagro en La Cañada

Vivo, desde hace muchos años, en La Cañada, un lugar íntimamente ligado a la historia de Querétaro. Bautizada por los españoles en 1580 como “La Cañada de Agua Caliente”, a este lugar había llegado a vivir, seis décadas antes, Conín, un comerciante otomí pochteca llegado de Xiloptepec. En 1531, obtendría el permiso para fundar lo que ahora es la ciudad de Querétaro, a apenas unos kilómetros de distancia.

Esta narración, sin embargo, no es sobre La Cañada como tal, sino sobre la magia de este idílico terruño, en donde suceden todo tipo de pequeños milagros. Uno de estos milagros sucedió en el jardín de mi casa, enclavada en un cerro aledaño al barrio de la Presa. No es uno de esos milagros tipo “aquí se apareció la Virgen del Perpetuo Socorro”, ni mucho menos, pero –desde mi punto de vista– una especie de milagro, al fin.

Me explicaré. Chris, mi esposa, y yo somos afectos a cultivar árboles frutales. Pocos, pero selectos. Del que nos sentimos más orgullosos es de un limonero que produce una abundante cosecha tres veces al año. Sus limones reales son particularmente jugosos, de esos que difícilmente encontraríamos en ningún mercado.

Pues bien, nuestra ilusión era tener una higuera. Sabedores de que los higos son uno de los frutos más delicados y exquisitos con los que nos obsequia la Madre Naturaleza, no fue cosa de pensarle mucho y adquirimos un pequeño árbol de higuera, para así verlo crecer y multiplicarse.

Esto fue hace unos años, así que en esta parte de la narración sería cosa de esperarse que te empezara a platicar, lector/lectora, sobre los abundantes frutos que nos ha prodigado. Pero no es el caso. Nuestra higuera no ha crecido más allá de unos cuantos centímetros, a pesar de estar en tierra fértil. En invierno pierde sus escasas hojas y no nos queda sino esperar que el escuálido tronquito se espabile al entrar la primavera para, de una vez por todas, sacudirse su sempiterna modorra. Pero no. Es lo mismo cada año: la pequeña higuera se echa sus dos, tres hojitas y ahí le para. Lejos de enfadarnos, la aceptamos como es, como sucede con los hijos.

El referido milagro ocurrió esta semana. Al pasar frente a la higuera noté, para mi enorme sorpresa, que había producido un higo que, incluso, estaba ya maduro. Sorprendido, lo corté y se lo fui a enseñar a Chris. “Mira lo que me encontré”, le dije. Y nos quedamos contemplándolo, como se admira a un recién nacido o a una estrella fugaz.

Después de varios días, hoy lo hemos degustado como el más delicado de los manjares. Y es que no era un higo, sino EL HIGO, el espléndido milagro de un escuálido arbolito que pareciera decirnos: “Sé que podría haberles dado mucho más, pero es lo único que puedo darles… espero no decepcionarlos”.

Contar esta historia me conmueve como no tienen idea. Se dice que los milagros son sucesos extraordinarios que provocan admiración o sorpresa, y sé bien que un higo, un mísero higo, difícilmente podría catalogarse como extraordinario. Pero el nuestro lo es, y con orgullo les digo: nuestra modesta higuera se las ha arreglado para gestar el más bello de los milagros.

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