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El sagrado ritual de la comida (parte 6)

Hornear, freír, asar, hervir, sazonar, mezclar y cortar… Basta con leer estas palabras, asociadas al sagrado ritual de la comida, para evocar una plétora de sensaciones, todas ellas agradables, a la vez que complejas. Su remembranza nos permite contactar con una amplia gama de colores, sabores, formas y texturas, algunas de las cuales se remontan a la infancia temprana.

En mi caso, basta poner en mis manos una vaina de mezquite para convertirme, de nuevo, en un niño de cinco años. Me veo, con otros mocosos de mi edad, en un arroyo en las afueras de la antigua hacienda de El Carmen, Chihuahua, a la sombra de los mezquites. Cortábamos las vainas maduras para luego masticarlas y sentir una incomparable explosión de sabores dulces y ácidos.

Y recuerdo también cuando, a hurtadillas, me pasaba entre los alambres de púas de la cerca frente a mi casa (una casa de adobe en campo abierto) para ingresar a un huerto de membrillos, descomunal por su tamaño, y hacerme de algunos de estos deliciosos frutos. Colocaba uno de ellos en la mano y lo hacía girar una o dos veces para sentir el cosquilleo de su minúscula pelusa. Luego lo llevaba a la nariz para aspirar su fino aroma y, finalmente, lo mordía. Su característico sabor ácido me acarreaba un nuevo cosquilleo, esta vez en la lengua.

Mayo, el dueño del huerto, era un tipo joven y alegre, y todas las tardes pasaba a todo galope por la vereda que dividía su propiedad de la nuestra. Al llegar la noche, encendíamos los quinqués y mi padre sintonizaba alguna estación europea, canadiense o cubana, en su receptor portátil de onda corta.

A la mañana siguiente, mi hermana Eva y yo acompañábamos a mi mamá al gallinero. Recogíamos los huevos que las aves del corral acababan de poner y los colocábamos en una enorme canasta, cosa que me fascinaba. Más tarde, los lugareños de Flores Magón pasarían a la casa a comprarlos. También era feliz cuando mi mamá me daba permiso de sacar agua de la noria, la cual llevaba a la cocina en un pesado cubo de madera. Agua más pura y refrescante, no recuerdo haber probado desde entonces.

Como podrás constatar, lector / lectora, nuestro estilo de vida era sumamente sencillo, basado en una relación armónica con la Madre Naturaleza. Sus frutos formaban parte de nuestros rituales cotidianos, asociados con la llana simpleza del sentir, el comer y el beber. Participábamos en ellos desde una emocionalidad de paz y alegría, y una corporalidad en sintonía con los sentidos.

Por ello, cuando nuestros niños y jóvenes nos recuerdan la importancia de retomar el sendero de la sustentabilidad y la responsabilidad ecológica para empezar a revertir algunos de los gravísimos daños que le hemos ocasionado al planeta, es indispensable escucharlos y atender su llamado.

Greta Thunberg, la activista medioambiental que siendo aún una niña pequeña persuadió a sus padres para que adoptaran un estilo de vida que redujera la huella de carbono de su familia, es un ejemplo viviente del cambio anhelado. “Cuando tenía 11 años -refiere la joven sueca-, me deprimí mucho por el cambio climático y la crisis ecológica… [Hoy en día] muchas personas escuchan lo que tengo que decir, por ello mi responsabilidad es muy amplia y, en consecuencia, mi plataforma también lo es”.

Uno de los escenarios primarios por atender es la procedencia de los alimentos que colocamos en la mesa como parte de nuestro sagrado ritual de la comida.

(Continuará la siguiente semana)

El sagrado ritual de la comida (parte 5)

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