Como especímenes del Homo sapiens que somos, tendríamos que evaluar cómo hemos hecho las cosas desde nuestra aparición sobre la faz de la Tierra. En principio, no lo hemos hecho mal del todo, pues de las nueve especies humanas que hace 300 mil años deambulaban por las diversas latitudes de la superficie terrestre, incluidos los neandertales, somos los únicos que permanecen en pie. Sin embargo, de un tiempo para acá hemos perdido lastimeramente el rumbo y, de las presas de caza que solíamos ser, nos hemos convertido en siniestros depredadores del planeta.
Y a las pruebas me remito. Fernando Mayani (et al., 2023), del Instituto de Biología de la UNAM, estima que hemos explotado los recursos naturales a un grado tal que “enfrentamos numerosos y complejos problemas que no solo afectan nuestra vida, sino que incluso ponen en riesgo nuestra existencia” (p. 85). Enumera entre estos la contaminación ambiental, el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales y, por si fuera poco, la crisis energética.
Tan evidente es el reguero de despropósitos a nuestro paso que expertos de disciplinas otrora distantes coinciden entre sí. Es el caso del filósofo esloveno Slavoj Žižek, quien afirma que nuestra irresponsabilidad no es cosa de tomarse a juego: “Las incertidumbres recientes sobre el calentamiento global -exterioriza-, no señalan que las cosas no sean tan graves, sino que son incluso más caóticas de lo que pensábamos, ya que los factores naturales y sociales están inextricablemente unidos… O nos tomamos en serio la amenaza y decidimos adoptar medidas que parecerán ridículas si la catástrofe no se produce, o no hacemos nada y lo perdemos todo si esta llega a producirse” (p. 438).
En línea con Mayani y Žižek, la semana pasada planteaba en este espacio que los riesgos globales son ya tan evidentes que, en efecto, la incertidumbre permea las más finas capas de la acción humana. Si bien la desazón es más que comprensible, lo último que necesitamos es caer en la desesperanza. Así lo asegura la catedrática estadounidense Brené Brown (2021) en “Atlas of the heart”, cuando asevera: “La intolerancia a la incertidumbre es un factor que contribuye de manera importante a todas las formas de ansiedad” (mi traducción, p. 41).
Maggie Jackson (2023) difiere diametralmente de Brown. Reivindica a la ansiedad como una especie de “sabiduría en movimiento”, un pensamiento de primer orden que favorece el buen juicio, la flexibilidad, el entendimiento mutuo y la creatividad de altos vuelos.
Nathan Furr y Susannah Harmon Furr, autores de “The upside of uncertainty” (2022), abonan a esta perspectiva al definir la incertidumbre como la puerta de entrada al mundo de las posibilidades. En tanto, Jonathan Fields (2011) la caracteriza como una variante de aquello que resulta creativo y novedoso.
En suma, una manera inteligente de hacernos cargo del ineludible reto de los riesgos globales (que, como vimos, en gran medida han sido creados por nosotros) es echar mano de la incertidumbre para fortalecer nuestra vena creativa y, de paso, retomar el sendero de la esperanza, que tanta falta nos hace en estos tiempos aciagos.
Referencias bibliográficas: Mayani, F., Ahumada, M., Mayani, H. (2023). “Grandes retos para el Homo sapiens”, Revista “Ciencia” (México) 74 (1), 85-90. / Fields, J. (2011). “Uncertainty: turning fear and doubt into fuel for brilliance”. Nueva York: Penguin. / Jackson, M. (2023). “Uncertain: the wisdom and wonder of being unsure”. Connecticut: Prometheus Books. /Žižek, S. (2010). “Viviendo en el final de los tiempos”. Madrid: Akal.
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